Teatro de la mente
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Artes Secretas, o Crónica de un abandono (Primera parte)

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Mensaje por Fernando Cantú Miér Abr 29, 2015 2:20 am

–Por eso tienes que irte.– Insistió Dávila. –Porque si te quedas con tu vieja y con el huerco las cosas ya no van a ser igual, hagas lo que hagas.
Como primera respuesta sorbió la nariz. Antes de replicar se acomodó en el sillón, en el que llevaba ya largo rato. Afuera se oían las voces de los otros dos hombres que conversaban entre sí.
–Pues no.– Se rascó la frente. –¿Y luego, a dónde me iría?
–¿Yo qué sé? A Tijuana, a Cancún, a Saltillo... a algún lugar lejos, donde no tengas pedos con nadie y te puedas encontrar a otra vieja ...¿me repites tu nombre, compadre?
–Chano. Y creo que para mí no va a jalar eso de irse.
–¿Pus no te quejabas de que no le puedes decir a tu vieja?
–Sí. Pero el problema es que es algo que no le puedo decir a nadie.
–¿Ni a mí, compadre?
–Bueno, a usted sí, compadre...
–¿Pus qué es? Ya vi que a usted no le gusta decir las cosas de frente, compadre.
–Hay cosas que no se dicen tan fácil, y hay cosas en esta vida que por más que uno las diga la gente no las quiere entender, compadre.

***

Los ojos que lo escrutaban desde la penumbra de la sala le produjeron un escozor en la nuca. No había imaginado que el Doctor, tan magnífico como se lo habían amagado, estuviese confinado a una silla de ruedas, ni mucho menos que fuese un hombre tan mínimo, con el rostro marcado por el cansancio y la enfermedad, y los miembros, unos huesecillos envueltos a penas en piel, revestidos de un traje notoriamente anacrónico, presa no sólo de su parálisis, sino de sí mismo; de su estilo reclusivo de vida, de la decrépita casona plagada de escalinatas y recuerdos. Toda la fuerza de ese hombre recaía en sus ojos de depredador y en su voz como trueno en el desierto. –Perdone.– Dijo por fin el dueño de la casa. –Ya se imagina por qué tiene que ser así. Lamento mucho su accidente, señor, pero aquí lo importante es que vea la oportunidad que esta cadena de eventos representa. Usted entiende, ¿No es verdad? ¡Pero qué digo! Por supuesto que entiende. Es por eso que está aquí.

–No sé qué fue lo que me pasó, pero creo que sé qué significa.–
–Como todos, caballero. Menos, claro, individuos como el hombre que lo atacó esa noche. Independientemente, lo que lo trae aquí hoy no son sus certezas, sino lo contrario. Tiene preguntas: ¿Cuánto dura? ¿Es contagioso? ¿Se puede deshacer? Por fortuna, lo que usted experimenta es una condición permanente, individual e irreversible.

–El que quiso matarme no paraba de decir algo sobre “la enfermedad”.– Recordó sus ojos desorbitados, la mueca que tenía grabada en el rostro mientras bramaba y blandía el machete en círculos por el aire. –¿Quién era? ¿Quién lo mandó?
–Descuide. El encuentro que tuvo fue una ocurrencia, que yo no diría precisamente una casualidad, aislada. Se trata de otro individuo como usted. Otro a quien también le ocurrió algo similar. Y así como él hay otros que, como nosotros, pueden olernos... saber dónde estamos, quiénes somos.
Las conclusiones en su mente no se hicieron esperar.
–Lo están siguiendo, Alvírez. ...Digamos que su implicación con el asunto del señor Dávila ya ha llegado a algunos oídos incómodos. Y no dejarán de seguirlo hasta que usted o ellos estén muertos.
Por supuesto. El caso de Dávila. Si lograba dar con El Greñas, todo aquello terminaría. Podría tomarse un tiempo para alejarse de todo: Para arreglar las cosas con Diana. Para estar con Román... Para pensar en las visiones, en las voces que oía en el viento.

***

–¿Pues qué está haciendo este hijo de la chingada?– El obeso puño del teniente impactó la tabla de la puerta cinco veces en rápida sucesión. –¡Alvírez! ¡Abre cabrón!– No obtuvo respuesta, aunque podía oírle perfectamente. Respiró hondo.
–¿Siempre es así?
–Es que le gusta ver las cosas con mucha calma, teniente. Siempre pide que lo dejen solo en la escena un rato. Creo que se pone a rezar, o a meditar, o algo así.
–Pues dile que no tengo tiempo para sus pendejadas.– El hombre recorrió el pasillo hacia la salida, acomodándose la chamarra. –Y dile que llegó un citatorio de lo de su mujer.
Después de un rato, la puerta se abrió y Alvírez salió por fin.
–¿Qué hacías allá adentro, Chano? Domínguez está bien pinche encabronado. Dice que algo sabes, que tú tienes algo que ver con el caso y que te estás haciendo pendejo.
–Interrogando a la víctima.– La mirada de incredulidad de su compañero no duró ni un segundo, y rápidamente se trocó en un gesto de desaprobación.
–En serio, dime. Te vas a meter en problemas y no vamos a poder agarrar al Greñas.–
Por toda contestación obtuvo silencio.
–¿Qué es lo que sabes?
–No puedo decirte, Nicola. Ya olvídalo. Tenemos que ir a ver a la esposa de Dávila. Está viviendo con su mamá en Coahuila.–
–¿Crees que yo tengo algo que ver?
–No, no es eso.
–¿Entonces qué?
–Tenemos que ir a Saltillo. Ahí vive la esposa del Greñas.

***

Diana llevaba dos horas con diecisiete minutos y cuarenta y dos segundos haciendo preguntas, firmando actas y declaraciones y en general regateando con la abogada y la agente del Ministerio. Había una palpable zozobra en el gesto de Román, a quien Feliciano mecía en sus piernas, con el vano afán de hacerle olvidar el porqué de aquella cita temprano el sábado en la mañana. De pronto, surgió la pregunta:
–¿Es cierto que ya no te voy a ver, papá?–
Se le hizo un nudo en la garganta. Diana había pedido también una orden de restricción, y no la culpaba: tenía miedo. Estaba poseída por la noción inamovible de que su esposo, ese que alguna vez juró amarla, protegerla y velar por que no faltase nada en la casa de ambos, ya no la amaba y pasaba las noches entre los muslos de alguna amante más joven, más lozana y de carnes más duras.
Lo que lo mantenía en vela no era ninguna clase de amor.

Era magia.
Fernando Cantú
Fernando Cantú
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