Negra parvada

El automóvil iba a toda velocidad. Adentro, una silueta hablaba por el celular.

- El Obispado. En cuestión de veinte minutos. Entre... - vuelta marcada, y el vehículo se desplaza por el resbaloso pavimiento de la ciudad como si el diablo mismo los persiguiese.

Marzo, una treintaicinco. Por días fue como buscar una mancha en ropajes negros, pero la solución al problema siempre estuvo por encima de sus cejas. ¿Urracas, cuervos y demás alimañas? Simples aves perdidas, diría el escéptico, pero Montfort estaba seguro que aquellos seres respondían a un patrón u origen. Sí, el mismo no estaba convencido de que, pero ésto generaba un extraño retorijón en el gran hueco donde alguna vez pendía su estómago. ¿Sería acaso posible que el monstruo pudiese reconocer a los de sus filas?

La búsqueda lo llevó a una casona antigua del Obispado, cercana tanto a la Escuela Surperior de Música y Danza como al Edificio de Ballet de Monterrey. Las calles estaban vacías, empapadas, y sin ningún merodeador aparente a más de cincuentra metros a la redonda. En su mayoría, los edificios eran viejos y el silencio contribuía a que el aire se sintiese cada vez más lugubre y opresivo.

La ventana bajo escasos centrímetros, y sí, ahí estaba a la distancia. Salió con sombrero y una pesada bufanda recubriendo la mitad de su rostro. Esta vez su atuendo era una versión simplificada del Elíseo, con un cuello de tortuga, guantes y saco que combinaban con el negro del resto de las prendas.

Parecía como si la oscuridad estuviese devorando ese amarillo opaco, pero cada paso le cercioraba que, en efecto, la persona estaba ahí y no se trataba de algún juego de ilusiones.

- Buenas noches - mencionó a medida que se acercaba - he de decir que no recuerdo que se comportasen así en lo que conozco esta ciudad. Es como si respondiesen, o necesitasen de su presencia.